EL PAPEL DE MARÍA EN EL PLAN DE
SALVACIÓN,
Una reflexión a partir del Magníficat
Una reflexión a partir del Magníficat
Por Didier Ferney Giraldo Zuluaga
El diálogo que la Virgen María
tiene con su parienta Isabel es un tratado teológico, a partir del cual, se
puede comprender el papel fundamental que la Madre del Señor tiene en la
historia de la salvación. Las palabras pronunciadas por Isabel y la respuesta
de María, contienen en sí la síntesis de la obra redentora de Dios; son la
manifestación verbal del cumplimiento de la promesa que durante tantos años el
pueblo de Israel había esperado.
Aunque existen varias versiones
con relación al cántico que Lucas pone en labios de María (especialmente con
relación a sus autores, en cuanto a la relación hímnico-litúrgica o a la
relación que tiene con algunos cánticos similares en el Antiguo Testamento), lo
más importante es descubrir en él la obra redentora que Dios ha obrado por
medio de sus misma creatura, de una especial, de una que no dudó en hacerse sierva.
Cuando María visita a su parienta
Isabel, recibe un saludo que pone al descubierto la obra para la que ha sido
llamada. «En la economía salvífica de la revelación divina la fe de Abraham
constituye el comienzo de la Antigua Alianza; la fe de María en la anunciación
da comienzo a la Nueva Alianza. Como Abraham « esperando contra toda esperanza,
creyó y fue hecho padre de muchas naciones”
(cf. Rom 4, 18), así María, en el instante de la anunciación, después de
haber manifestado su condición de virgen ( “¿cómo será esto, puesto que no
conozco varón? (cf.Lu 1, 34)”), creyó que por el poder del
Altísimo, por obra del Espíritu Santo, se convertiría en la Madre del Hijo de
Dios según la revelación del ángel: “el
que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios”»[1]
Con esta prueba de fe, la Virgen
María abrió las puertas para que Dios pudiera realizar su misión redentora. Su
respuesta afirmativa supera a la de Abraham y a la de los demás personajes
bíblicos que, en un momento determinado, dieron su aporte a la economía de la
salvación. Esto porque «María, la Santísima Madre de Dios, la siempre Virgen,
es la obra maestra de la Misión del Hijo y del Espíritu Santo en la Plenitud de
los tiempos. Por primera vez en el designio de Salvación y porque su Espíritu
la ha preparado, el Padre encuentra la Morada en donde su Hijo y su Espíritu
pueden habitar entre los hombres»[2].
Gracias a María se pudo fraguar la salvación del género humano.
El papel de María no fue aislado
ni momentáneo; no se dio sólo durante la encarnación y el nacimiento, sino
que «esta unión de la Madre con el Hijo
en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción
virginal de Cristo hasta su muerte»[3]; perduró durante la vida oculta y pública de
Jesús llegando hasta el Calvario y se perpetuó en la Iglesia.
María concibió primero a Jesús en
su corazón y luego en su seno. Esta es la dinámica de la fe; Dios toma la
iniciativa llamando a quien quiere, luego el elegido acoge la Palabra en el
corazón, posteriormente se producen los frutos de la fe. En el caso de María, el fruto es de condición divina, es Dios
mismo.
María y Jesús aparecen unidos, en
el evangelio, en un mismo plan salvífico. «En la presentación del niño en el
Templo, realmente lo que hacen José y María es dedicarlo totalmente al Padre
para su servicio, y ofrecerlo (como Abraham a Isaac) en calidad de sacrificio
del unigénito. En la profecía de Simeón, Jesús está indicado como aquél que,
por su Palabra, será la piedra elegida en que unos puedan construir su fe,
mientras en ella otros se estrellarán por su rechazo: María está unida a su
Hijo en el sufrimiento que produce la "espada" de dos filos, la
Palabra de Dios, que juzga a los corazones. En la participación de María en la
predicación de Jesús, junto con "sus hermanos", encontramos la plena
dedicación de la Madre Virgen a la obra de su Hijo, por la fe»[4].
Con la aceptación de María a la
misión que el Padre, por obra del Espíritu le tenía encomendada, se da
cumplimiento a la promesa mesiánica; así se puede ver en el cántico que La
Virgen proclama ante el saludo de Isabel. «También en este canto de María, se
ve como la verdadera Hija de Sion, resultado de la esperanza mesiánica de
Israel. Se nos muestra como un ser que vive en estrecho contacto con la historia
de su pueblo, y con las Escrituras, cuya penetración es tal que expresa su
alegría personal con las mismas palabras de los salmos y profetas. Los primeros
versículos, en primera persona, son citas de textos relacionados con Israel
como pueblo; aquí también María no se alegra ni canta sola, sino con todo el
pueblo de Dios»[5]
En las comunidades cristianas
primitivas, la Virgen María ocupaba un puesto muy destacado; ella era
«considerada como su figura y como parte integrante de la comunidad en forma excelente»[6].
En María se reflejan los pobres de Yahvé, los que le temen, los sencillos, los
que no tiene que presentar a Dios más que su fe desinteresada; precisamente es
a estos a quienes enaltece y a los poderosos a quienes derriba de sus tronos[7].
A lo largo de la historia, la
Iglesia ha continuado considerando a la Santa Madre de Dios como la primera
entre los santos; a ella se venera de manera especial a través de la hiperdulía[8].
«La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco
del culto cristiano. La veneración que la Iglesia ha dado a la Madre del Señor
en todo tiempo y lugar -desde la bendición de Isabel hasta las expresiones de
alabanza y súplica de nuestro tiempo- constituye un sólido testimonio de su
“lex orandi” y una invitación a reavivar en las conciencias su “lex credendi”»[9].
Finalmente, «la figura de María,
discípula por excelencia entre discípulos, es fundamental en la recuperación de
la identidad de la mujer y de su valor en la Iglesia. El canto del Magnificat
muestra a María como mujer capaz de comprometerse con su realidad y de tener
una voz profética ante ella»[10].
En el pueblo de Israel, la mujer estaba condenada a ocupar un puesto
insignificante en la sociedad, sin embargo, es a través de una mujer que Dios
da cumplimiento a las promesas realizadas desde antiguo, manifestando así, la
igualdad de condiciones que debe existir entre ambos géneros.