martes, 28 de julio de 2015

EL PAPEL DE MARÍA EN EL PLAN DE  SALVACIÓN,
Una reflexión a partir del Magníficat

Por Didier Ferney Giraldo Zuluaga

El diálogo que la Virgen María tiene con su parienta Isabel es un tratado teológico, a partir del cual, se puede comprender el papel fundamental que la Madre del Señor tiene en la historia de la salvación. Las palabras pronunciadas por Isabel y la respuesta de María, contienen en sí la síntesis de la obra redentora de Dios; son la manifestación verbal del cumplimiento de la promesa que durante tantos años el pueblo de Israel había esperado.
Aunque existen varias versiones con relación al cántico que Lucas pone en labios de María (especialmente con relación a sus autores, en cuanto a la relación hímnico-litúrgica o a la relación que tiene con algunos cánticos similares en el Antiguo Testamento), lo más importante es descubrir en él la obra redentora que Dios ha obrado por medio de sus misma creatura, de una especial, de una que no dudó en hacerse sierva.
Cuando María visita a su parienta Isabel, recibe un saludo que pone al descubierto la obra para la que ha sido llamada. «En la economía salvífica de la revelación divina la fe de Abraham constituye el comienzo de la Antigua Alianza; la fe de María en la anunciación da comienzo a la Nueva Alianza. Como Abraham « esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones”  (cf. Rom 4, 18), así María, en el instante de la anunciación, después de haber manifestado su condición de virgen ( “¿cómo será esto, puesto que no conozco varón? (cf.Lu 1, 34)”), creyó que por el poder del Altísimo, por obra del Espíritu Santo, se convertiría en la Madre del Hijo de Dios según la revelación del ángel:  “el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios”»[1]
Con esta prueba de fe, la Virgen María abrió las puertas para que Dios pudiera realizar su misión redentora. Su respuesta afirmativa supera a la de Abraham y a la de los demás personajes bíblicos que, en un momento determinado, dieron su aporte a la economía de la salvación. Esto porque «María, la Santísima Madre de Dios, la siempre Virgen, es la obra maestra de la Misión del Hijo y del Espíritu Santo en la Plenitud de los tiempos. Por primera vez en el designio de Salvación y porque su Espíritu la ha preparado, el Padre encuentra la Morada en donde su Hijo y su Espíritu pueden habitar entre los hombres»[2]. Gracias a María se pudo fraguar la salvación del género humano.
El papel de María no fue aislado ni momentáneo; no se dio sólo durante la encarnación y el nacimiento, sino que  «esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte»[3];  perduró durante la vida oculta y pública de Jesús llegando hasta el Calvario y se perpetuó en la Iglesia.
María concibió primero a Jesús en su corazón y luego en su seno. Esta es la dinámica de la fe; Dios toma la iniciativa llamando a quien quiere, luego el elegido acoge la Palabra en el corazón, posteriormente se producen los frutos de la fe. En el caso de María,  el fruto es de condición divina, es Dios mismo.
María y Jesús aparecen unidos, en el evangelio, en un mismo plan salvífico. «En la presentación del niño en el Templo, realmente lo que hacen José y María es dedicarlo totalmente al Padre para su servicio, y ofrecerlo (como Abraham a Isaac) en calidad de sacrificio del unigénito. En la profecía de Simeón, Jesús está indicado como aquél que, por su Palabra, será la piedra elegida en que unos puedan construir su fe, mientras en ella otros se estrellarán por su rechazo: María está unida a su Hijo en el sufrimiento que produce la "espada" de dos filos, la Palabra de Dios, que juzga a los corazones. En la participación de María en la predicación de Jesús, junto con "sus hermanos", encontramos la plena dedicación de la Madre Virgen a la obra de su Hijo, por la fe»[4].
Con la aceptación de María a la misión que el Padre, por obra del Espíritu le tenía encomendada, se da cumplimiento a la promesa mesiánica; así se puede ver en el cántico que La Virgen proclama ante el saludo de Isabel. «También en este canto de María, se ve como la verdadera Hija de Sion, resultado de la esperanza mesiánica de Israel. Se nos muestra como un ser que vive en estrecho contacto con la historia de su pueblo, y con las Escrituras, cuya penetración es tal que expresa su alegría personal con las mismas palabras de los salmos y profetas. Los primeros versículos, en primera persona, son citas de textos relacionados con Israel como pueblo; aquí también María no se alegra ni canta sola, sino con todo el pueblo de Dios»[5]
En las comunidades cristianas primitivas, la Virgen María ocupaba un puesto muy destacado; ella era «considerada como su figura y como parte integrante de la comunidad en forma excelente»[6]. En María se reflejan los pobres de Yahvé, los que le temen, los sencillos, los que no tiene que presentar a Dios más que su fe desinteresada; precisamente es a estos a quienes enaltece y a los poderosos a quienes derriba de sus tronos[7].
A lo largo de la historia, la Iglesia ha continuado considerando a la Santa Madre de Dios como la primera entre los santos; a ella se venera de manera especial a través de la hiperdulía[8]. «La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano. La veneración que la Iglesia ha dado a la Madre del Señor en todo tiempo y lugar -desde la bendición de Isabel hasta las expresiones de alabanza y súplica de nuestro tiempo- constituye un sólido testimonio de su “lex orandi” y una invitación a reavivar en las conciencias su “lex credendi”»[9].
Finalmente, «la figura de María, discípula por excelencia entre discípulos, es fundamental en la recuperación de la identidad de la mujer y de su valor en la Iglesia. El canto del Magnificat muestra a María como mujer capaz de comprometerse con su realidad y de tener una voz profética ante ella»[10]. En el pueblo de Israel, la mujer estaba condenada a ocupar un puesto insignificante en la sociedad, sin embargo, es a través de una mujer que Dios da cumplimiento a las promesas realizadas desde antiguo, manifestando así, la igualdad de condiciones que debe existir entre ambos géneros.



[1] Redemptoris Mater. # 14.
[2] CEC. # 721.
[3] Lumen Gentium # 57.
[4] GONZALES, Carlos Ignacio. María, Evangelizada y Evangelizadora. Bogotá, 1998. CELAM. P. 105.
[5] IBID. P. 116
[6] IBID. 104.
[7] Cf. Lc. 1, 52.
[8] Cf. Lumen Gentium # 66-67.
[9] Marialis Cultus. # 56.
[10] APARECIDA. Documento Conclusivo. # 451.

sábado, 11 de julio de 2015

                                              
¡CUÁNTAS OPORTUNIDADES PERDIDAS!
Por: Mons Rómulo Emiliani


Hay un llanto sordo en el alma que se activa cuando uno recuerda la cantidad de oportunidades que se esfumaron por no captar la riqueza de un “presente” que vino de lo alto.  Era  el escalón que había que subir para conseguir aquello que habíamos anhelado. Estábamos distraídos o no valoramos el hecho, el trampolín que nos hubiera lanzado a una mayor superación en cualquier campo de la vida. Después exclamamos: “Si yo hubiera sabido; si hubiera aprovechado el momento; si lo hubiera pensado mejor”. 
 Esto nos pasa por no  estar viviendo “el presente”, por no estar alertas y no tener conciencia de que la vida aparece luminosa en ocasiones como el sol cuando viene entre las nubes y luego vuelve a ocultarse.   Cuántos momentos plenos perdidos, abrazos que quedaron en el aire congelados, relaciones rotas, contactos con la divinidad difuminados, decisiones que no se dieron y nos dejaron inmóviles en el andén “sin tomar el tren de las oportunidades” y así nos quedamos inmóviles mientras la historia siguió su marcha.  Hay una historia de vacíos en nuestra vida que no se podrán llenar jamás por no aprovechar las oportunidades.

Un “no” dicho a tiempo que nunca se pronunció y nos involucró en acciones que deterioraron nuestra integridad como personas; el “sí “que jamás se dijo con valentía y que por obedecer al dantesco miedo al compromiso nos dejó mediocremente camuflados en el anonimato; la acción que nunca se realizó dejando un proyecto a medio hacer y por lo tanto no cumplido; el tiempo no aprovechado para terminar una carrera o santificarnos siendo solidarios; la historia nuestra algunas veces da vergüenza, por estar fundamentada en el gravísimo pecado de omisión que deja una fea mancha gris, como un brochazo indefinido que apaga el brillo de los otros colores y nos hace simplemente seres opacos.  De hecho el Señor nos creó para que fuéramos como estrellas que destellaran luz en el firmamento, y no como simples meteoritos que pasan sin dejar estela alguna luminosa. 
Somos seres que  esconden en un montón de fracasos humanos la causa que no revelamos: una dejadez rayana en la negligencia, un descuido supino, un “no me importa”,  una administración personal pésima.  Si fuéramos sinceros diríamos: “no hice el esfuerzo necesario”; “no me importó realmente el crecer”; “nunca tomé en serio mi desarrollo personal”; “me descuidé totalmente en el cultivo de mis metas”.  Pero como lo más fácil es imputar de culpas por nuestros fracasos a  otros, a la vida y a cualquier causa que se nos ocurra, salimos libres en un juicio amañado, con una falsa inocencia que tapa nuestra  grave responsabilidad personal.
Esto no debe seguir así.  Somos responsables de nuestros actos y de nuestra vida. Cada día se presenta “una micro vida” con algunas puertas que se pueden abrir mientras se cierran otras, donde cada hora  y minuto cuenta y las iluminaciones, inspiraciones y acciones adecuadas pueden ser la clave de un “salto hacia arriba”, de un algo nuevo que puede darle más calidad a la existencia.
Por lo tanto valore su vida, sus días, horas y minutos. Vea que Dios da muchísimas oportunidades de crecimiento y que aunque muchas veces las cosas llegan no como las queremos, muchas oportunidades vienen envueltas en dificultades y problemas.  Sáquele provecho a cualquier circunstancia, por mala que aparezca.  Sepa que Dios permite las cosas para bien de quienes él ama. Hay  gente que supo aprovechar una enfermedad que la mandó mucho tiempo a una cama para estudiar y sacar una  carrera a distancia. O al perder el empleo buscaron otra manera más efectiva de ingresar recursos desarrollando habilidades en un trabajo independiente.
Hoy le quiero decir que no podemos evitar el sentir dolor por el tiempo perdido y las oportunidades no aprovechadas, pero ya no vale la pena “llorar por la leche derramada”, porque no podemos recogerla. Por eso dígase: “A partir de hoy, por el resto de mi vida, estaré pendiente y consciente de toda oportunidad que se me presente, para sacarle toda la riqueza inherente a la misma, sea espiritual, humana, profesional, de salud, de conocimiento, de paz y de amor”.  Repítase: “Yo nací para triunfar, para dar lo mejor de sí, para crecer sin límites mientras tenga vida y así ser alabanza de la gloria del Señor”.  Lógicamente el triunfo auténtico no consiste en tener dinero,  poder y fama, sino realizarse plenamente en la vida en la ubicación histórica que le tocó desarrollando todas sus habilidades y carismas que le dio el Señor.  Triunfo es ser dueño de uno mismo y servir a una causa mayor que uno y es entregarse al Señor totalmente con quien somos invencibles. 



miércoles, 27 de mayo de 2015


MARIA LA MUJER ORANTE DEL CENÁCULO

Padre Hector Ayala Leon

Siervo del Espiritu Santo

Quisiera en este momento, al empezar a escribir de nuestra madre María, pedirle a ella me permita entrar en su corazón, donde todo lo guardaba (cf. Lc 2,19) y al estar allí refugiado, atreverme a decir con temor algunas palabras que sean hiladas con las fibras y la ternura de su corazón, palabras que nazcan de la fuerza de un amor que dijo sí, hágase en mí según tu palabra (cf. Lc 1,38).
Es necesario, por tanto, que nos dejemos guiar por María; y esto da seguridad, deja libre el camino, nos capacita para repetir el “”, el “heme aquí ”, también ante las sorpresas imprevisibles de Dios, que Él nos quiera dar en el regalo de su Espíritu Santo. María es verdaderamente una carta escrita  no con tinta sino con el Espíritu de Dios vivo, no en tablas de piedra, como la ley antigua, ni en pergamino o papiro, sino en esa tabla de carne que es su corazón de creyente y de madre. Una carta que todos pueden leer y comprender, tanto los sabios como los ignorantes, el rico como el pobre, como dirá san Epifanio hablando de María: como si fuera “un libro grande y nuevo” en el que sólo el Espíritu ha escrito; o como  “el volumen en donde el Padre escribió su Palabra” (liturgia Bizantina).
Digamos con certeza y sin lugar a confusiones que el itinerario de María sigue el camino de su Hijo: del nacimiento, pasando por la cruz, a la resurrección hasta llegar a Pentecostés. Ella nos enseña a hacernos progresivamente discípulos, nos enseña a ser dóciles al Espíritu como el día de la Encarnación del Verbo, como en el día en que el Amor de Dios se desbordó a los discípulos en el cenáculo de Jerusalén y como lo serían todos los días de su vida.
Detengámonos en el momento en que María se encontraba reunida con los apóstoles en el cenáculo. En el libro de los Hechos de los Apóstoles (1, 14) se nos dice: “todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres , de María, la madre de Jesús y de sus hermanos” . Aquí María es mencionada junto con otras mujeres. Se diría que está allí como una mujer más, no, más aún se agrega la expresión “madre de Jesús” y esto lo cambia todo, la pone a ella en un plano distinto, superior a todos los que allí se reúnen.  Significa que el Espíritu Santo que ha de venir es “el Espíritu de su Hijo” entre ella y el Espíritu Santo hay un vínculo objetivo e indestructible  que es el mismo Jesús que juntos han engendrado. Es como si dijéramos con nuestras propias palabras ella es la que podrá decir a ciencia cierta, sí, el que ha llegado, el que nos ha inundado, si es el Espíritu de mi Hijo; pues ella ya ha sido inundada por este mismo Espíritu el día en que fue engendrado su hijo, el Hijo de Dios, en su vientre.
Pero después de Pentecostés que pasa con María, la madre de Jesús. Ella desaparece en el más profundo silencio. Es como si ella hubiera entrado en clausura. Su vida es ya “una vida escondida con Cristo en Dios” (cf Col 3,3). Con María empieza en la iglesia una nueva vocación, la del alma escondida y orante, junto al alma apostólica o activa; es como si en el plan de Dios, Él nos mostrará en ella que detrás de todo la tarea misionera, apostólica aparecen y no se puede prescindir de las almas orantes que la sostienen. “María es el prototipo de esta iglesia orante”[1]
Lo que se puede decir de la vida de María después de Pentecostés, es que su vida estaba hecha de oración, como era la santísima Virgen por dentro, es un secreto que Dios nuestro Padre se ha reservado para Él solo, tal vez su alma, todo su ser reposaba en un místico silencio, tal vez debería hacer muy suyos aquellas palabras del salmista “mi alma tiene sed de Dios, del Dios Vivo: ¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios?” (Sal 42,3) qué sentiría el corazón, el pensamiento, el alma de esta creyente y madre que había amado y que sigue amando a su Hijo con todas sus fuerzas, este corazón vivía un continúo deseo de Dios, en palabras de san Agustín comentando el salmo 37: “si no quieres dejar de orar, no interrumpas el deseo”.
“La presencia de María en el cenáculo el día de Pentecostés y, después de Pentecostés nos quiere enseñar al menos tres aspectos: primero, que antes de emprender cualquier cosa y de lanzarse por los caminos del mundo, la iglesia necesita recibir el Espíritu Santo; segundo que el modo de prepararse a la venida del Espíritu Santo es sobre todo la oración; tercero, que esta oración debe ser  asidua y unánime”[2]. Todos los que estaban allí fueron llenos del Espíritu Santo, inundados del Amor divino, encendidos en el Fuego que arde y nunca se apaga, revestidos del poder que da las fuerzas para nunca desanimarse y por esto fueron los testigos audaces de la proclamación del Evangelio. Definitivamente no se puede salir a las calles a anunciar la Buena Nueva sino hemos sido revestidos del poder que viene de lo alto.
¿Cómo se prepararon María, aquellas mujeres, los apóstoles y todos los que estaban allí reunidos para la llegada del Espíritu Santo? La respuesta es sencilla, se prepararon orando. El Espíritu Santo no se puede comprar, mucho menos somos seres que lo merezcamos, sólo se le puede implorar mediante la oración. “Si, pues, vosotros, siendo malos , sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (Lc 11, 13).
Quisiera terminar con unas palabras de Monseñor Alfonso Uribe, palabras escritas en su Testamento: “Si queremos amar a María nuestra Madre admirable, nuestra Madre amadísima, necesitamos también llenarnos del Espíritu Santo, el Esposo de Nuestra Señora, es el que va despertando sentimientos filiales a través de su don de piedad, pero sentimientos que aparecen después con mayor fuerza cuando se trata del Padre Celestial. Este Espíritu Santo se une a nuestro espíritu para proclamar esa paternidad divina, para gritar el "Abba" de los hijos que van descubriendo la maravilla del amor del Padre. La misión del Espíritu Santo es unir personas y Él termina uniéndonos especialmente con el Padre con quien estaremos para siempre por bondad suya en la eternidad”.
Sí, miremos a nuestra madre, miremos a la mujer de Pentecostés, a la mujer orante, a la mujer del silencio, a la “madre de Jesús” y junto con ella digamos hoy y todos los días de 


[1] CANTALAMESSA RANIERO, María espejo de la iglesia; p.179
[2] Id.,185